La voràgine que comporta el día a día de las familias; trabajo, niños, escuela, extraescolares, alimentación... supone una exigencia muy alta. Este estrés hace que a veces los padres y madres pierdan los nervios y se los escape algún grito. Puede pasar más a menudo del que deseamos cuando no nos hacen caso, cuando de repente se echan a llorar o cuando no quieren acabarse el plato, por ejemplo.
Tenemos que ser conscientes que todo lo qué hacen los padres educa. El qué hagamos, como nos relacionamos y hablamos con las otras personas, tienen un efecto sobre los niños. Por el que si los llamamos el mensaje y la lección que los estamos dando no es la mejor. Antes de hacerlo, pensamos, respiramos y cogemos distancia, puesto que sino pasa qué:
- No estamos dando un buen ejemplo en cuanto a las relaciones con otras personas
- No generaremos una buena relación familiar entre progenitores e hijos
- Los pondremos en una situación de nervios y estrés
- No se los trasladaremos tranquilidad y confianza.
- A consecuencia de los gritos, los pequeños tendrán una baja autoestima y tendrán inseguridades
- Estamos educando bajo el miedo y la agresividad.
- No estamos a enseñar como controlar las emociones y las frustraciones